jueves, 6 de junio de 2013

El pequeño jardín junto a la escalera

Cuento sobre el cuidado de los enfermos

La escuela de Elena era un lugar especial. Todos disfrutaban aprendiendo y jugando con Elisa, su encantadora maestra. Pero un día la señorita Elisa se puso muy enferma, y Elena fue a verla con sus papás al hospital. Era un edificio triste y gris, y Elena encontró a su maestra igual de triste. Pensó que podría alegrarla con unas flores, pero no tenía dinero para comprarlas.
Entonces Elena recordó lo que habían aprendido sobre las plantas, y buscó un trocito de tierra. Lo encontró en la escuela, junto a la escalera, en la esquina donde solían buscar escarabajos. Y allí removió la tierra y la preparó. Luego su mamá le entregó unas semillas, y Elena las plantó en unos hoyos que había hecho. Después volvió a tapar las semillas, y regó la tierra con agua.
El resto fue esperar. Sabía que solo tenía que ser paciente, y seguir regando las semillas cada día al entrar y salir de la escuela.
Semanas después empezaron a salir de la tierra unas plantitas verdes. Al principio eran enanas, pero luego crecieron hasta hacerse enormes. De ellas nacieron muchas flores, y cada día Elena escogía una para llevársela a su maestra enferma.
Las flores llevaron esperanza y alegría a la señorita Elisa. Esta se recuperó de su enfermedad y pudo volver a la escuela. Allí encontró, junto a la escalera, el pequeño jardín que había plantado Elena. Le gustó tanto, que desde entonces cuidaron juntas el jardín. Y cada vez que faltaba un niño a la escuela por estar enfermo, tomaban una flor para llevársela y alegrarle el día.

martes, 30 de abril de 2013

SÉ TODOS LOS CUENTOS

León Felipe

Yo no sé muchas cosas, es verdad.
Digo tan sólo lo que he visto.
Y he visto:
que la cuna del hombre la mecen los cuentos,
que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos,
que el llanto del hombre lo taponan los cuentos,
que los huesos del hombre los entierran los cuentos,
y que el miedo del hombre...
ha inventado todos los cuentos.
Yo sé muy pocas cosas, es verdad,
pero me he dormido con todos los cuentos...
y sé todos los cuentos...

lunes, 29 de abril de 2013

Cuentos cortos: El pajarillo de piedra


Cuentos para cuidar los bosquesHubo una vez un pájaro de piedra. Era una criatura bella y mágica que vivía a la entrada de un precioso bosque entre dos montañas. Aunque era tan pesado que se veía obligado a caminar sobre el suelo, el pajarillo disfrutaba de sus árboles día tras día, soñando con poder llegar a volar y saborear aquel tranquilo y bello paisaje desde las alturas.
Pero todo aquello desapareció con el gran incendio. Los árboles quedaron reducidos a troncos y cenizas, y cuantos animales y plantas vivían allí desaparecieron. El pajarillo de piedra fue el único capaz de resistir el fuego, pero cuando todo hubo acabado y vio aquel desolador paisaje, la pena y la tristeza se adueñaron de su espíritu de tal modo que no pudo dejar de llorar.
Lloró y lloró durante horas y días, y con tanto sentimiento, que las lágrimas fueron consumiendo su piedra, y todo él desapareció para quedar convertido en un charquito de agua.

Pero con la salida del sol, el agua de aquellas lágrimas se evaporó y subió al cielo, transformando al triste pajarillo de piedra en una pequeña y feliz nubecita capaz de sobrevolar los árboles.
Desde entonces la nube pasea por el cielo disfrutando de todos los bosques de la tierra, y recordando lo que aquel incendio provocó en su querido hogar, acude siempre atenta con su lluvia allá donde algún árbol esté ardiendo.

miércoles, 10 de abril de 2013

La cordura entre Roma y Rafael

Antes de comenzar esta historia, he de aclarar que yo no la he vivido en carne y hueso. La escribiré en primera persona porque así me la contó su verdadero protagonista: Evaristo Soriano Benavides, conserje del hostal Miramar en vida.  Falleció el 27 de diciembre de 2008.
Mi madre se alegraba cuando me veía venir de la mano con Roma. Decía que los hombres enamorados perdían la razón, pero que a mí —reía— me ocurría lo contrario. El amor despejaba mi locura.
Reposando a la sombra de unos pinos, la conocí a través de las palabras de un señor. Su padre. Hablaba de ella sin deformarla, describiendo la silueta vacía que habitaba en mí. Las virtudes que él no exaltaba en ella encajaban perfectamente con mis anhelos y, para mayor fortuna, las peculiaridades que él no minimizaba en ella le daban sentido a mis inquietudes.

Quise seguir escuchándolo. Deseé más que me presentara formalmente a su hija. Me levanté y corrí. Di la vuelta al seto tan deprisa como pude. Junto a él, los familiares y amigos se tragaban el sonido del llanto. Estaban enterrando a Roma.

Me uní a ellos.

Sin la intención de faltarles el respeto, no compartí su pena. Era dichoso por haberla encontrado, a pesar de que su cuerpo había vivido en un momento anterior al mío. Nada que no tuviese solución. Tomaría un adelanto del paraíso.

Ya me sentía ahí, disfrutando las imágenes que su padre sugería con cada pausa, cada lágrima, cada sonrisa. Mencionase un momento de complicidad o uno de dificultades, su voz siempre irradiaba admiración. Terminada la ceremonia, lo abracé con toda la ternura que pude evocar de la infancia. Me aproximé a su madre. Percibió la locura detrás de mis ojos. Puso su mano derecha en mi hombro derecho y me susurró al oído que cuidase de su hija. La calidez del tono no le restaba autoridad.

Esperé a que me dejasen a solas con Roma para invitarla a pasear.

Desde el inicio, fuimos transparentes.

Ella me correspondía. Dijo que se había enamorado de mí antes de verme, que al escuchar la aceleración de mi corazón y mis pensamientos en voz alta, supo que viviríamos juntos. Eternamente.

Poco a poco, lo que fuimos descubriendo en el otro reafirmó nuestros impulsos y nos dio la suficiente confianza para dejar de pensar.

Cuando íbamos a visitar a mi madre, los vecinos susurraban. Ambos reíamos hasta fatigarnos, especulando quién creían que era Roma: ¿Un amigo imaginario o mi psiquiatra?

Mi madre nos recibía llena de alegría. Era una mujer magnífica. Sensible. A diferencia de quienes se esforzaban por seguirme la corriente, ella nunca se sentó sobre Roma ni miró hacia otro lugar que no fuesen sus ojos cuando le hablaba. Estaba agradecida con ella por haber contribuido a que su hijo ‘sentara cabeza’: dejé de ponerles nombres a las nubes y conseguí un trabajo remunerado de media jornada para irnos de fin de semana aquí y allá.

Roma se conservaba joven y radiante. Mi cuerpo envejecía a excepción de mis ojos. Qué años tan intensos. Ella era muy feliz y no sospechábamos que podía serlo más, hasta que comenzaron a morir sus abuelos, los amigos, sus padres… por lo que su tiempo, desde mi perspectiva terrenal, se subdividió progresivamente. Ella se ilusionaba cada vez más y yo me entristecía con esa misma intensidad. Al comienzo me alegró que tuviese otros seres queridos cerca, pero tenía demasiados. Pensé en morir para experimentar un tiempo infinito y así mi fracción se convertiría en un todo. Un adiós sería un hola y en un mes laboral cabría hasta la última de las profesiones. Podría darle nombre, apellidos y pasado a cada nube, y a cada persona le dedicaría una vida y a Roma la suma de ellas, y quedaría tiempo para jugar a partir de cero tantas veces que nos olvidaríamos de contar… y, antes o después de eso, volvería a dejar de pensar. Pero si muriese, ¿qué pasaría con mi madre? Esa pregunta me condujo a otras y quedé atrapado en una espiral racional.

Tuve que asimilar la realidad.

Dejé de ir al cementerio y he vuelto a tumbarme boca arriba para disfrutar de mi oxidada vocación. Cada día, con la mente en blanco y en honor a Roma, observo la primera nube sin tocarla con mi voz. Las otras tienen la libertad de elegir cualquier nombre y yo la libertad de soñar con ellas.
Desde la perspectiva de Roma, ella viene a verme a cada instante. La última vez que estuvimos juntos fue hace 19 meses, cuando murió mi madre. Me dijo que la llevaría a pasear para mostrarle el lugar. ¿Y por qué no me fui con ellas si ya nadie me retenía? Por darme un capricho.

domingo, 24 de marzo de 2013

El soldadito de plomo



Análisis educativo de sus valores

Resumen del cuento:
Hola mis niños hoy les dejo un relato mas de cuentos cortos en especial para mi niños, aquí va:
Un soldadito de plomo mutilado, se enamora de una bailarina. Despues de pasar por muchas desgracias; el diablo de la caja de sorpresa, de marinero por las alcantarillas, se le come un pez...al final, gracias a su empeño y a su fuerza de voluntad, consigue estar unido a su bailarina, ya que debido a una caida fortuita en el fuego de la chimenea de la casa, sus peanas se fundirán y se uniran para siempre formando un bonito corazón.


Texto original:

Érase una vez un niño que tenía muchísimos juguetes. Los guardaba todos en su habitación y, durante el día, pasaba horas y horas felices jugando con ellos.

Uno de sus juegos preferidos era el de hacer la guerra con sus soldaditos de plomo. Los ponía enfrente unos de otros, y daba comienzo a la batalla. Cuando se los regalaron, se dio cuenta de que a uno de ellos le faltaba una pierna a causa de un defecto de fundición.

No obstante, mientras jugaba, colocaba siempre al soldado mutilado en primera línea, delante de todos, incitándole a ser el más aguerrido. Pero el niño no sabía que sus juguetes durante la noche cobraban vida y hablaban entre ellos, y a veces, al colocar ordenadamente a los soldados, metía por descuido el soldadito mutilado entre los otros juguetes.

Y así fue como un día el soldadito pudo conocer a una gentil bailarina, también de plomo. Entre los dos se estableció una corriente de simpatía y, poco a poco, casi sin darse cuenta, el soldadito se enamoró de ella. Las noches se sucedían deprisa, una tras otra, y el soldadito enamorado no encontraba nunca el momento oportuno para declararle su amor. Cuando el niño lo dejaba en medio de los otros soldados durante una batalla, anhelaba que la bailarina se diera cuenta de su valor por la noche , cuando ella le decía si había pasado miedo, él le respondía con vehemencia que no.

Pero las miradas insistentes y los suspiros del soldadito no pasaron inadvertidos por el diablejo que estaba encerrado en una caja de sorpresas. Cada vez que, por arte de magia, la caja se abría a medianoche, un dedo amonestante señalaba al pobre soldadito.

Finalmente, una noche, el diablo estalló.
-¡Eh, tú!, ¡Deja de mirar a la bailarina!
El pobre soldadito se ruborizó, pero la bailarina, muy gentil, lo consoló:
-No le hagas caso, es un envidioso. Yo estoy muy contenta de hablar contigo.
Y lo dijo ruborizándose.

¡Pobres estatuillas de plomo, tan tímidas, que no se atrevían a confesarse su mutuo amor!

Pero un día fueron separados, cuando el niño colocó al soldadito en el alféizar de una ventana.

-¡Quédate aquí y vigila que no entre ningún enemigo, porque aunque seas cojo bien puedes hacer de centinela!-

El niño colocó luego a los demás soldaditos encima de una mesa para jugar.

Pasaban los días y el soldadito de plomo no era relevado de su puesto de guardia.
Una tarde estalló de improviso una tormenta, y un fuerte viento sacudió la ventana, golpeando la figurita de plomo que se precipitó en el vacío. Al caer desde el alféizar con la cabeza hacia abajo, la bayoneta del fusil se clavó en el suelo. El viento y la lluvia persistían. ¡Una borrasca de verdad! El agua, que caía a cántaros, pronto formó amplios charcos y pequeños riachuelos que se escapaban por las alcantarillas. Una nube de muchachos aguardaba a que la lluvia amainara, cobijados en la puerta de una escuela cercana. Cuando la lluvia cesó, se lanzaron corriendo en dirección a sus casas, evitando meter los pies en los charcos más grandes. Dos muchachos se refugiaron de las últimas gotas que se escurrían de los tejados, caminando muy pegados a las paredes de los edificios.

Fue así como vieron al soldadito de plomo clavado en tierra, chorreando agua.

-¡Qué lástima que tenga una sola pierna! Si no, me lo hubiera llevado a casa -dijo uno.

-Cojámoslo igualmente, para algo servirá -dijo el otro, y se lo metió en un bolsillo.

Al otro lado de la calle descendía un riachuelo, el cual transportaba una barquita de papel que llegó hasta allí no se sabe cómo.

-¡Pongámoslo encima y parecerá marinero!- dijo el pequeño que lo había recogido.

Así fue como el soldadito de plomo se convirtió en un navegante. El agua vertiginosa del riachuelo era engullida por la alcantarilla que se tragó también a la barquita. En el canal subterráneo el nivel de las aguas turbias era alto.

Enormes ratas, cuyos dientes rechinaban, vieron como pasaba por delante de ellas el insólito marinero encima de la barquita zozobrante. ¡Pero hacía falta más que unas míseras ratas para asustarlo, a él que había afrontado tantos y tantos peligros en sus batallas!

La alcantarilla desembocaba en el río, y hasta él llegó la barquita que al final zozobró sin remedio empujada por remolinos turbulentos.

Después del naufragio, el soldadito de plomo creyó que su fin estaba próximo al hundirse en las profundidades del agua. Miles de pensamientos cruzaron entonces por su mente, pero sobre todo, había uno que le angustiaba más que ningún otro: era el de no volver a ver jamás a su bailarina...

De pronto, una boca inmensa se lo tragó para cambiar su destino. El soldadito se encontró en el oscuro estómago de un enorme pez, que se abalanzó vorazmente sobre él atraído por los brillantes colores de su uniforme.

Sin embargo, el pez no tuvo tiempo de indigestarse con tan pesada comida, ya que quedó prendido al poco rato en la red que un pescador había tendido en el río.
Poco después acabó agonizando en una cesta de la compra junto con otros peces tan desafortunados como él. Resulta que la cocinera de la casa en la cual había estado el soldadito, se acercó al mercado para comprar pescado.

-Este ejemplar parece apropiado para los invitados de esta noche -dijo la mujer contemplando el pescado expuesto encima de un mostrador.

El pez acabó en la cocina y, cuando la cocinera la abrió para limpiarlo, se encontró sorprendida con el soldadito en sus manos.

-¡Pero si es uno de los soldaditos de...! -gritó, y fue en busca del niño para contarle dónde y cómo había encontrado a su soldadito de plomo al que le faltaba una pierna.

-¡Sí, es el mío! -exclamó jubiloso el niño al reconocer al soldadito mutilado que había perdido.

-¡Quién sabe cómo llegó hasta la barriga de este pez! ¡Pobrecito, cuantas aventuras habrá pasado desde que cayó de la ventana!- Y lo colocó en la repisa de la chimenea donde su hermanita había colocado a la bailarina.

Un milagro había reunido de nuevo a los dos enamorados. Felices de estar otra vez juntos, durante la noche se contaban lo que había sucedido desde su separación.

Pero el destino les reservaba otra malévola sorpresa: un vendaval levantó la cortina de la ventana y, golpeando a la bailarina, la hizo caer en el hogar.

El soldadito de plomo, asustado, vio como su compañera caía. Sabía que el fuego estaba encendido porque notaba su calor. Desesperado, se sentía impotente para salvarla.

¡Qué gran enemigo es el fuego que puede fundir a unas estatuillas de plomo como nosotros! Balanceándose con su única pierna, trató de mover el pedestal que lo sostenía. Tras ímprobos esfuerzos, por fin también cayó al fuego. Unidos esta vez por la desgracia, volvieron a estar cerca el uno del otro, tan cerca que el plomo de sus pequeñas peanas, lamido por las llamas, empezó a fundirse.

El plomo de la peana de uno se mezcló con el del otro, y el metal adquirió sorprendentemente la forma de corazón.

A punto estaban sus cuerpecitos de fundirse, cuando acertó a pasar por allí el niño. Al ver a las dos estatuillas entre las llamas, las empujó con el pie lejos del fuego. Desde entonces, el soldadito y la bailarina estuvieron siempre juntos, tal y como el destino los había unido: sobre una sola peana en forma de corazón.

sábado, 16 de febrero de 2013

La mejor elección


Rod y Tod. Así se llamaban los 2 afortunados niños que fueron elegidos para ir a ver al mismísimo Santa Claus en el Polo Norte. Un mágico trineo fue a recogerlos a las puertas de sus casas, y volaron por las nubes entre música y piruetas. Todo lo que encontraron era magnífico, ni en sus mejores sueños lo habrían imaginado, y esperaban con ilusión ver al adorable señor de rojo que llevaba años repartiéndoles regalos cada Navidad.
Cuando llegó el momento, les hicieron pasar a una grandísima sala, donde quedaron solos. El salón se encontraba oscuro y vacío: sólo una gran mesa a su espalda, y un gran sillón al frente. Los duendes les avisaron:
- Santa Claus está muy ocupado. Sólo podréis verlo unos segunditos, así que aprovechadlos bien.
Esperaron largo rato, en silencio, pensando qué decir. Pero todo se les olvidó cuando la sala se llenó de luces y colores. Santa Claus apareció sobre el gran sillón, y al tiempo que aparecía, la gran mesa se llenaba con todos los juguetes que siempre habían deseado ¡Qué emocionante! Mientras Tod corría a abrazar a Santa Claus, Rod se giró hacia aquella bicicleta con la que tanto había soñado. Sólo fueron unos segundos, los justos para que Tod dijera "gracias", y llegara a sentirse el niño más feliz del mundo, y para que Santa Claus desapareciera antes de que Rod llegara siquiera a mirarle. Entonces sintió que había desperdiciado su gran suerte, y lo había hecho mirando los juguetes que había visto en la tienda una y otra vez. Lloró y protestó pidiendo que volviera, pero al igual que Tod, en unas pocas horas ya estaba de regreso en casa.
Desde aquel día, cada vez que veía un juguete, sentía primero la ilusión del regalo, pero al momento se daba la vuelta para ver qué otra cosa importante estaba dejando de ver. Y así, descubrió los ojos tristes de quienes estaban solos, la pobreza de niños cuyo mejor regalo sería un trozo de pan, o las prisas de muchos otros que llevaban años sin recibir un abrazo u oír un "te quiero". Y al contrario que aquel día en el Polo Norte, en que no había sabido elegir, aprendió a caminar en la dirección correcta, ayudando a los que no tenían nada, dando amor a los que casi nunca lo tuvieron, y poniendo sonrisas en las vidas más desdichadas.
Él solo llegó a cambiar el ambiente de su ciudad, y no había nadie que no lo conociera ni le estuviera agradecido. Y una Navidad, mientras dormía, sintió que alguien le rozaba la pierna y abrió los ojos. Al momento reconoció las barbas blancas y el traje rojo, y lo rodeó con un gran abrazo. Así estuvo un ratito, hasta que Rod dijo con un hilillo de voz acompañado por lágrimas.
- Perdóname. No supe escoger lo más importante.
Pero Santa Claus, con una sonrisa, respondió:
- Olvida eso. Hoy era yo quien tenía que elegir, y he preferido pasar un rato con el niño más bueno del mundo, antes que dejarte en la chimenea la montaña de regalos que te habías ganado ¡Gracias!
A la mañana siguiente, no hubo ningún regalo en la chimenea de Rod. Aquella Navidad, el regalo había sido tan grande, que sólo cabía en su enorme corazón.

miércoles, 23 de enero de 2013

La joven del bello rostro


Había una vez una joven de origen humilde, pero increíblemente hermosa, famosa en toda la comarca por su belleza. Ella, conociendo bien cuánto la querían los jóvenes del reino, rechazaba a todos sus pretendientes, esperando la llegada de algún apuesto príncipe. Este no tardó en aparecer, y nada más verla, se enamoró perdidamente de ella y la colmó de halagos y regalos. La boda fue grandiosa, y todos comentaban que hacían una pareja perfecta.
Pero cuando el brillo de los regalos y las fiestas se fueron apagando, la joven princesa descubrió que su guapo marido no era tan maravilloso como ella esperaba: se comportaba como un tirano con su pueblo, alardeaba de su esposa como de un trofeo de caza y era egoísta y mezquino. Cuando comprobó que todo en su marido era una falsa apariencia, no dudó en decírselo a la cara, pero él le respondió de forma similar, recordándole que sólo la había elegido por su belleza, y que ella misma podía haber elegido a otros muchos antes que a él, de no haberse dajado llevar por su ambición y sus ganas de vivir en un palacio.
La princesa lloró durante días, comprendiendo la verdad de las palabras de su cruel marido. Y se acordaba de tantos jóvenes honrados y bondadosos a quienes había rechazado sólo por convertirse en una princesa. Dispuesta a enmendar su error, la princesa trató de huir de palacio, pero el príncipe no lo consintió, pues a todos hablaba de la extraordinaria belleza de su esposa, aumentando con ellos su fama de hombre excepcional. Tantos intentos hizo la princesa por escapar, que acabó encerrada y custodiada por guardias constantemente.
Uno de aquellos guardias sentía lástima por la princesa, y en sus encierros trataba de animarle y darle conversación, de forma que con el paso del tiempo se fueron haciendo buenos amigos. Tanta confianza llegaron a tener, que un día la princesa pidió a su guardián que la dejara escapar. Pero el soldado, que debía lealtad y obediencia a su rey, no accedió a la petición de la princesa. Sin embargo, le respondió diciendo:
- Si tanto queréis huir de aquí, yo sé la forma de hacerlo, pero requerirá de un gran sacrificio por vuestra parte.
Ella estuvo de acuerdo, confirmando que estaba dispuesta a cualquier cosa, y el soldado prosiguió:
- El príncipe sólo os quiere por vuestra belleza. Si os desfiguráis el rostro, os enviará lejos de palacio, para que nadie pueda veros, y borrará cualquier rastro de vuestra presencia. Él es así de ruin y miserable.
La princesa respondió diciendo:
- ¿Desfigurarme? ¿Y a dónde iré? ¿Que será de mí, si mi belleza es lo único que tengo? ¿Quién querrá saber nada de una mujer horriblemente fea e inútil como yo?
- Yo lo haré - respondió seguro el soldado, que de su trato diario con la princesa había terminado enamorándose de ella - Para mí sois aún más bella por dentro que por fuera.
Y entonces la princesa comprendió que también amaba a aquel sencillo y honrado soldado. Con lágrimas en los ojos, tomó la mano de su guardián, y empuñando juntos una daga, trazaron sobre su rostro dos largos y profundos cortes...
Cuando el príncipe contempló el rostro de su esposa, todo sucedió como el guardían había previsto. La hizo enviar tan lejos como pudo, y se inventó una trágica historia sobre la muerte de la princesa que le hizo aún más popular entre la gente.
Y así, desfigurada y libre, la joven del bello rostro pudo por fin ser feliz junto a aquel sencillo y leal soldado, el único que al verla no apartaba la mirada, pues a través de su rostro encontraba siempre el camino hacia su corazón.